Le explicaba a una amiga monja, muy moderna ella, que no se trata sólo de gustos personales o caprichos. Ni que tampoco es una cuestión ideológica: uno nunca fue tradicionalista o conservador en el mal sentido de los términos.
Es una cuestión visceral, sentida. Me
duele que hayan dejado el hábito y los velos.
Ella prefiere no hablar mucho del tema. Ha optado por liberar sus cabellos con total derecho según se le permitió y, como les gusta decir a las monjas modernas, fue un tema “
muy rezado”. Esgrime muchas y buenas razones que van desde cuestiones de eficacia pastoral (la mejor llegada a la gente sin la barrera inicial que supone vestir de monja y los prejuicios que esto puede generar), hasta cuestiones de comodidad y adaptación climática (su congregación tiene casas en zonas subtropicales) pasando por el que me parece el meollo del asunto: la idea de que no son necesarios ciertos signos sensibles convencionales para una verdadera vida religiosa.
Afirmación válida quizás, pero peligrosa.
Le cuento entonces a mi amiga una anécdota.
Leer
[+]Le hablo primero del aspecto “doloroso” de mi conversión, del terrible y verdadero dolor que sentía en el primer tiempo por notar la falta de “recuerdo de Dios” en el mundo, injusto olvido del que yo había sido también cómplice durante casi toda mi vida. A partir de la caída del caballo, uno seguía entendiendo racionalmente que “Dios ha muerto” para esta civilización, pero aún así era doloroso descubrir que nadie lloraba ya al cadáver, ni siquiera los deudos más próximos.
Indignación. Visceral, infantil. Literal: no eramos dignos.
-¡La pucha, nadie ya se acordaba de Dios, del Creador! ¡Del que les dió la Vida, del Salvador, del que venció a la muerte! Todos por ahí, entreteniéndose en sus cosas, sin dedicar el más mínimo gesto a lo que de veras importa.
Indignación mezclada con pena.
Y en este escrupuloso y reivindicatorio estado de ánimo, que duró unos meses, me alegraban cosas raras; por ejemplo, me alegraba cada vez que cruzaba un auto con un rosario colgando del espejito. No me importaba que estuviera ahí sólo como adorno, amuleto o fetiche. Estaba ahí y me alegraba. Cualquier huella de Dios me alegraba, sin importar su calidad.
Llego a la anécdota que le conté a mi amiga:
Por esa época, iba yo una mañana a trabajar en colectivo sumido en
este malsano estado de ánimo mezcla de ignominia y desesperanza, cuando me sorprende por la ventanilla la imagen de dos monjitas caminando. Nomás verlas y experimento una tremenda
consolación. Dos simples monjas: una bastante mayor, la otra, morochita, más joven. Iban tranquilas conversando con sus clásicos hábitos oscuros por la vereda del barrio de Almagro cargando una de ellas una bolsita de compras. No tenían nada de especial, no se las veía devotas ni radiantes ni demasiado felices siquiera. Sin embargo yo, cual orate, miraba a las monjas y lloraba de alegría pensando “hay gente que todavía piensa en Dios”, “¡hay gente que hoy rezó Laudes!”, “hay gente que está rezando en este momento”, “aún hoy hay gente que consagra su vida a Dios”, hasta llegar, en una cadena de ideas esperanzadas, a cosas como “¡Qué linda es la Vida!”, “¡qué bello el mundo aunque agonice!” “Qué bueno es Dios!”, etc... con lágrimas brotando de la mirada perdida para la sorpresa de algún pasajero apretujado. En fin, una consolación marca ACME. Una consolación gratuita.
Le quería explicar a mi amiga que si esas dos monjitas hubieran vestido pantalones y sweter como ella, jamás hubiera yo descubierto desde el colectivo que eran monjas. Que, por supuesto, eso no las hubiera hecho a ellas ni mejores ni peores monjas en un sentido estrictamente eficientista, en lo que se supone son las obligaciones prácticas de una monja, pero que ciertamente mi mañana no hubiera sido igual.