vamos las bandas
Estuve en Baradero este fin de semana. Es el pueblo natal de mi viejo y de mi abuelo. Allí decidió quedarse el bisabuelo Mariano cuando bajó del barco.
Hoy me siguen llevando a esa ciudad una querida tía casi madre y casi santa; una casa vieja, hermosa y sola; unos amigos a prueba de distancia que ya ni están allí y desde los últimos años un compromiso profesional con cientos de pacientitos a quienes asisto quincenalmente.
Siendo porteño y “chico de departamento”, la idiosincrasia del interior bonaerense no me es ajena gracias a Baradero. Pasé mis veranos de infancia y juventud entre vocablos apenitas distintos, eses finales aspiradas, madrugadas de pesca en la costa o de trago largo de boliche y algún primer beso en el banco de la plaza complementando (creo que sanamente) mi experiencia de pálido crecimiento en la gran urbe.
Pero no quiso ser ni paisajista ni melancólico este post sino introductorio a un tema grande que no podré desarrollar hoy.
Porque resulta que ayer me topé con el primer Baradero Rock, uno más de los festivales de rock que se van multiplicando al ritmo de las generaciones y el negocio.
Mi pueblito tranquilo se vió literalmente invadido por la muchachada intoxicada venida de todas partes. Y allí, como corresponde, se terminaron de intoxicar.
Pasión, fisura, masa, identidad, idolatría... miles de pibes y pibas son capaces de dormir en la calle dos noches seguidas para seguir a su banda. Es parte de la religión. Y uno que apostató de esa religión no puede dejar de cuestionar el fenómeno.
¡Cuánto poder!
Música y poder. Poder sobre el espíritu humano.
El misterio de la música es uno de mis temas favoritos de investigación y conversación. Lo considero un tema ignorado y subestimado. Me gusta sumarle al enfoque meramente sociológico mi background neurofisiológico, la relación música-cerebro, terreno aún bastante nebuloso para la ciencia. Y mi experiencia personal, por supuesto, lo más real que puedo aportar al tema. Y lo más místico (eso lo dejaremos para otros posts).
Porque fui melómano y rockero: a los 11 compraba discos de Kiss, a los 16 cantaba en una banda punk del colegio, intentaba tocar blues a los 24 años, ya médico, y a los 30 mi discoteca se había nutrido a expensas de los sueldos de mi residencia y llegaba a más de 400 títulos desde Led Zeppelin hasta Tricky.
¿Es algo raro lo que cuento? Al contrario, es más o menos la historia del grueso de mi generación.
¡Cuánto poder!
La conversión lo cambió todo, de más está decirlo. Me liberó.
El de la música pasó a ser uno de mis temas urgentes en parte porque no encuentro voces más claras y fuertes que hablen por mí. Lo más parecido que encuentro a lo que quisiera expresar es esto de Kreeft que recomiendo, aunque se queda medio corto.
Seguiremos otro día.
Hoy me siguen llevando a esa ciudad una querida tía casi madre y casi santa; una casa vieja, hermosa y sola; unos amigos a prueba de distancia que ya ni están allí y desde los últimos años un compromiso profesional con cientos de pacientitos a quienes asisto quincenalmente.
Siendo porteño y “chico de departamento”, la idiosincrasia del interior bonaerense no me es ajena gracias a Baradero. Pasé mis veranos de infancia y juventud entre vocablos apenitas distintos, eses finales aspiradas, madrugadas de pesca en la costa o de trago largo de boliche y algún primer beso en el banco de la plaza complementando (creo que sanamente) mi experiencia de pálido crecimiento en la gran urbe.
Pero no quiso ser ni paisajista ni melancólico este post sino introductorio a un tema grande que no podré desarrollar hoy.
Porque resulta que ayer me topé con el primer Baradero Rock, uno más de los festivales de rock que se van multiplicando al ritmo de las generaciones y el negocio.
Mi pueblito tranquilo se vió literalmente invadido por la muchachada intoxicada venida de todas partes. Y allí, como corresponde, se terminaron de intoxicar.
Pasión, fisura, masa, identidad, idolatría... miles de pibes y pibas son capaces de dormir en la calle dos noches seguidas para seguir a su banda. Es parte de la religión. Y uno que apostató de esa religión no puede dejar de cuestionar el fenómeno.
¡Cuánto poder!
Música y poder. Poder sobre el espíritu humano.
El misterio de la música es uno de mis temas favoritos de investigación y conversación. Lo considero un tema ignorado y subestimado. Me gusta sumarle al enfoque meramente sociológico mi background neurofisiológico, la relación música-cerebro, terreno aún bastante nebuloso para la ciencia. Y mi experiencia personal, por supuesto, lo más real que puedo aportar al tema. Y lo más místico (eso lo dejaremos para otros posts).
Porque fui melómano y rockero: a los 11 compraba discos de Kiss, a los 16 cantaba en una banda punk del colegio, intentaba tocar blues a los 24 años, ya médico, y a los 30 mi discoteca se había nutrido a expensas de los sueldos de mi residencia y llegaba a más de 400 títulos desde Led Zeppelin hasta Tricky.
¿Es algo raro lo que cuento? Al contrario, es más o menos la historia del grueso de mi generación.
¡Cuánto poder!
La conversión lo cambió todo, de más está decirlo. Me liberó.
El de la música pasó a ser uno de mis temas urgentes en parte porque no encuentro voces más claras y fuertes que hablen por mí. Lo más parecido que encuentro a lo que quisiera expresar es esto de Kreeft que recomiendo, aunque se queda medio corto.
Seguiremos otro día.
1 Comments:
INCREIBLE POST!
La verdad es que me parece que esa investigaciòn hay que hacerla, la vengo discutiendo con compaleros hace rato, y es algo que sería tan interesante para nosotros, como para tantos otros, sean estudiantes o rpofesionales, desde psícos hasta marketineros, hablo del aporte màs allà de lo sociològico y con una textura neurofisiològica o neurocientìfica.
Me identifiqué muchísimo con el post porque me gustan las mayorías de las bandas que nombraste y estoy en 4to de psico y me agradan mucho las neurociencias.
Un abrazo, lo mejor para tí!
Sin màs,
Rodrigo
ro_flies@hotmail.com
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